
By Andrés Oppenheimer
While I agree with most people that Andrés Oppenheimer is insuferable, he has pretty good insights and stories whenever he releases a book.
This time, he departs from the question: Why is it that there is not a Steve Jobs in Latin America, despite governmental efforts and policies? He posits that this is because there is a social and legal culture that does not tolerate failure, which in turn, is the engine that makes innovation possible.
Innovation stories ranges from Jordi Muñoz's 3D systems to Gastón Acurio's gastronomic movement in Perú, as well as examples from FC Barcelona's Pep Guardiola and social enterprises.
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My Rating: 7 / 10
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This time, he departs from the question: Why is it that there is not a Steve Jobs in Latin America, despite governmental efforts and policies? He posits that this is because there is a social and legal culture that does not tolerate failure, which in turn, is the engine that makes innovation possible.
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¿Por qué no surge un Steve Jobs en México, Argentina, Colombia, o cualquier otro país de América Latina, o en España, donde hay gente tanto o más talentosa que el fundador de Apple?
¿Qué es lo que hace que Jobs haya triunfado en Estados Unidos, al igual que Bill Gates, el fundador de Microsoft; Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, y tantos otros, y miles de talentos de otras partes del mundo no puedan hacerlo en sus países?
Se trata de una pregunta fundamental, que debería estar en el centro del análisis político de nuestros países, porque estamos viviendo en la economía global del conocimiento, en que las naciones que más crecen —y que más reducen la pobreza— son las que producen innovaciones tecnológicas.
Antes de empezar mi investigación, me había encontrado con varias respuestas posibles. Una de ellas era que la excesiva interferencia del Estado ahoga la cultura creativa. Un mensaje de Twitter que recibí de un seguidor español horas después de que publiqué mi columna sobre Jobs, en octubre de 2011, lo explicaba así: “En España, Jobs no hubiera podido hacer nada, porque es ilegal iniciar una empresa en el garaje de tu casa, y nadie te hubiera dado un centavo”.
Otra explicación, del otro extremo del espectro político, es que hace falta más intervención estatal. Según esta teoría, nuestros países no están produciendo más innovadores porque nuestros gobiernos no invierten más en parques científicos e industriales.
Ya hay 22 de estos parques tecnológicos en Brasil, 21 en México, cinco en Argentina, cinco en Colombia, y varios otros en construcción en estos y otros países, todos creados bajo la premisa nacida en Estados Unidos y en Gran Bretaña desde los años cincuenta, de que la proximidad física de las empresas, las universidades y los gobiernos facilita la transferencia de conocimiento y la innovación. Pero, según los estudios más recientes, estos parques tecnológicos son proyectos inmobiliarios que —fuera del rédito político para los presidentes que los inauguran— producen pocos resultados en materia de innovación.
Finalmente, la otra explicación más difundida acerca de por qué no han surgido líderes mundiales de la innovación de la talla de Jobs en nuestros países es de tipo cultural. Según esta teoría, la cultura hispánica tiene una larga tradición de verticalidad, obediencia y falta de tolerancia a lo diferente que limita la creatividad.
Si la verticalidad y la obediencia fuera el problema, Corea del Sur —un pequeño país asiático que produce 10 veces más patentes de nuevas invenciones que todos los países de Latinoamérica y el Caribe juntos— tendría que producir mucho menos innovación que cualquier país hispanoparlante.
En mi columna del Miami Herald sobre Jobs, me incliné por otra teoría: el principal motivo por el que no ha surgido un Jobs en nuestros países es que tenemos una cultura social —y legal— que no tolera el fracaso.
En su libro El ascenso de la clase creativa, Florida esgrimió la teoría de que en el futuro las empresas no atraerán a las mentes creativas, sino al revés. Las concentraciones de mentes creativas atraerán a las empresas.
La realidad es que la creatividad es un proceso social: nuestros más grandes avances vienen de la gente de la que aprendemos, de la gente con la que competimos, y de la gente con la que colaboramos.
Tras estudiar el caso de Silicon Valley, concluyó que los innovadores tienden a juntarse en lugares que les permiten trabajar “fuera de las reglas de las corporaciones tradicionales, fuera de la burocracia, allí donde pueden controlar los medios de producción y donde les ofrecen capital de riesgo que sea capital, y no deuda”.
Tras estudiar como pocos la geografía de la innovación, Florida dijo: “Llegué a la conclusión un tanto controversial de que los lugares más propicios para la innovación son aquellos donde florecen las artes, las nuevas expresiones musicales, donde hay una gran población gay, donde hay buena cocina, además de universidades que pueden transformar la creatividad en innovación”.
“Lo interesante de nuestros estudios acerca de la música es que encontramos que los ecosistemas que permiten la innovación son los que propician una constante combinación y recombinación de la gente.
Jack White, el músico creador de White Stripes, lo dijo mejor que nadie cuando definió el éxito como el resultado de un proceso constante de combinación y recombinación.
El éxito es la habilidad de encontrar un nuevo miembro de tu equipo que te ayude a llegar adonde quieres”, dijo Florida.
En Nueva York, por ejemplo, no vas a encontrar innovación en el distrito bancario de Wall Street, sino en el vecindario de los artistas de Chelsea.
Los países avanzados exportarán cada vez menos productos y cada vez más planos y diseños de productos. El nuevo mantra de las industrias manufactureras será “vender el diseño, y no el producto”.
La industria manufacturera va a tener que reinventarse. Las impresoras 3D, al tener la capacidad de fabricar nuestros productos a nuestro gusto, en nuestra computadora, en nuestra casa, obligarán a las empresas manufactureras a inventar nuevos productos, o perecerán en el camino.
La consigna de las empresas, y de los países, será: “Crear o morir”.
Tal como lo señaló un estudio del Foro Económico Mundial, el crecimiento del volumen de datos y su procesamiento producirá un boom parecido al de la fiebre del oro en San Francisco en el siglo XIX, o al boom petrolero de Texas en el siglo XX.
En su libro Abundancia: el futuro es mejor de lo que usted cree, Peter H. Diamandis, presidente de Singularity University y cofundador de la Universidad Espacial Internacional, y su coautor Steven Kotler afirman que la humanidad “está entrando ahora en un periodo de transformación radical, en el que la tecnología tiene el potencial de mejorar sustancialmente los niveles de vida promedio de cada hombre, mujer y niño en el planeta. Dentro de una generación seremos capaces de darles bienes y servicios que en el pasado estaban reservados para unos pocos ricos a todos quienes los necesiten o los deseen. La abundancia para todos está a nuestro alcance”.
Como ya lo decía en mis libros anteriores Cuentos chinos (2005) y Basta de historias (2010), el mundo ha cambiado, y los presidentes latinoamericanos que dicen que sus países prosperarán vendiendo petróleo, soja y metales, o ensamblando piezas para la industria manufacturera se están engañando a sí mismos o están engañando a sus pueblos.
Cada vez más, estamos yendo de una economía global basada en el trabajo manual a una sustentada en el trabajo mental. Por eso no es casual que empresas como Google o Apple tengan un producto bruto mayor que el de muchos países latinoamericanos. Ni tampoco es casual que pequeños países que no tienen materias primas, como Singapur, Taiwán o Israel, tengan economías muchísimo más prósperas que las de países riquísimos en petróleo, como Venezuela, Ecuador o Nigeria; o que los hombres más ricos del mundo sigan siendo empresarios como Bill Gates, Carlos Slim o Warren Buffet, que producen tecnología o servicios, pero no materias primas. Esta tendencia se acelerará aún más durante los próximos años, debido a que la tecnología progresa en forma exponencial.
En América Latina estamos produciendo demasiados filósofos, sociólogos, psicólogos y poetas, y muy pocos científicos e ingenieros.
un estudio de Bain & Company, “el café es un ejemplo de cómo un producto de baja tecnología se puede mejorar para crear mayor valor económico”. Mientras una taza de café simple en Estados Unidos se vende en unos 50 centavos de dólar, una taza de café premium que ofrece una cadena como Starbucks se vende hasta en cuatro dólares. Si a lo anterior agregamos otras innovaciones como las máquinas de café expreso —que se venden, en promedio, en 300 dólares— y el nuevo mercado de cartuchos de cafés especiales para estas máquinas, la industria del café se ha disparado en los últimos años para convertirse en un mercado de 135 000 millones de dólares anuales. Mientras que el consumo de café en el mundo aumentó sólo 21%, las innovaciones han hecho aumentar el valor de la industria 80%, según el estudio.
“En Silicon Valley, cuando enumeras tus fracasos es como si estuvieras enumerando tus diplomas universitarios. Todo el mundo aquí entiende que con cada fracaso aprendiste algo, y que por lo tanto eres más sabio que antes.”
Según varios estudios de la psicología de la creatividad, las personalidades innovadoras se distinguen por ser extrovertidas, abiertas a la experimentación, no muy preocupadas por agradar a los demás, y algo neuróticas. En otras palabras, el estereotipo del “genio loco” no está muy alejado de la realidad.
“Los individuos creativos no son únicamente excéntricos ante los ojos de la gente común: ellos mismos se ven como diferentes, e incapaces de adaptarse a la sociedad”, afirma Carson.
Esto no es nada nuevo: ya Platón en la antigua Grecia había advertido que los poetas y los filósofos sufrían “locura divina”, un trastorno que les había sido otorgado por los dioses, pero una locura al fin, afirma Carson.
Y Aristóteles ya había sugerido que había una conexión entre los poetas y la melancolía, que es lo que hoy catalogamos como depresión, agrega.
Según me dijeron varios de los innovadores más exitosos que entrevisté, la innovación requiere, además de la tolerancia para el fracaso, el entusiasmo por el riesgo.
Como suele bromear el profesor Florida —el economista según el cual las empresas no atraen a las mentes creativas, sino viceversa—: los grandes innovadores suelen tener tres cualidades que empiezan con la letra T: tecnología, tolerancia y… testículos.
Las grandes innovaciones no son chispazos de genialidad en medio de la nada, sino que son el resultado de mentes creativas que se nutren de otras mentes innovadoras en ciudades o vecindarios llenos de energía creadora, experimentan incansablemente nuevas tecnologías, toleran los fracasos, y tienen la audacia necesaria para imponer sus invenciones ante mil obstáculos.
“¿Qué hicieron diferente ustedes?”, le pregunté a Acurio. “La diferencia es que nosotros no abrimos un restaurante, sino que generamos un movimiento —respondió—. En un movimiento, uno es parte de una actividad. Genera un movimiento económico mucho mayor.”
“En términos prácticos, ¿qué significa eso?”, pregunté. “En términos prácticos significa que en la medida en que se genera un movimiento, no estás hablando sólo de un cocinero sino de muchos cocineros que empiezan a tener un diálogo entre sí. En el terreno personal, íntimo, nos dábamos cuenta de que cuando abríamos el restaurante usábamos 30 kilos de mantequilla y 50 litros de crema, y años después no usábamos ni uno, porque no era propio del estilo que estábamos creando. Del estilo afrancesado pasábamos a un estilo en que los ajíes son los que dan los sabores, las hierbas peruanas. Y la cultura local es la que generaba las ideas”, señaló.
“O sea, crearon un movimiento que beneficiara a todos los chefs…”, le comenté. “Y más que a los chefs. Porque además estábamos empezando a dialogar con los productores locales para entender un poco lo que va sucediendo en el campo, lo que hay en la biodiversidad local. Y estábamos empezando a intentar sumar al comensal”, agregó Acurio.
que nosotros no competimos, nosotros compartimos. Nosotros estamos construyendo una marca que es de todos —contestó Acurio.
qué excusa comenzaron a reunirse? —Decíamos: tenemos que juntarnos, tenemos que hacer cosas, tenemos que promocionar nuestros productos, tenemos que construir un lenguaje propio; tenemos que hacer un discurso, unos principios, unos valores comunes. Tenemos un patrimonio incalculable, como sólo lo tienen 10 o 12 países en el mundo, y tenemos que aprovecharlo. Porque si no, nuestro destino va a ser seguir siendo peruanos haciendo cocina francesa dentro de Perú, o sea, nada —contestó Acurio.
Suecia, por ejemplo, tú entras a la página web del gobierno sueco, y corroboras que tiene un plan de 20 años: quieren ser el país más importante del mundo en gastronomía. El caso de ese país es muy interesante, porque tiene poca diversidad y escasa cultura gastronómica. No obstante, se han planteado que a partir de la innovación tienen que convertirse en una potencia gastronómica —respondió. —¿Cómo esperan lograrlo? —pregunté. —En Suecia ya le bajaron 50% a los impuestos a los restaurantes, siempre y cuando trasladen los ahorros a la innovación. ¿Cuál es el objetivo de esa política? Generar grandes cocineros. Hay un plan interesante ahí.
Si tú entras a mi compañía y preguntas cuál es su misión, la respuesta que recibirás es ésta: ‘Desarrollar la cocina peruana en el mundo’”.
”Claramente, en los últimos rankings de confianza y orgullo por lo propio, hemos pasado de estar en la retaguardia a estar a la cabeza de América Latina, superando a México. Lo habrás notado cuando vas a Perú. La gente te recibe con orgullo. Hace 20 años te habrían llevado a un restaurante francés y te hubieran tratado de mostrar cuán parecidos éramos a Miami. Ahora no. En eso, la gastronomía ha contribuido enormemente”, concluyó Acurio.
Las comunidades [de internet], por otro lado, se forman alrededor de intereses y necesidades comunes, y no tienen más procedimientos de los que necesitan. La comunidad existe para el proyecto, y no para mantener a la compañía en la que está el proyecto”.
Las impresoras 3D que muchos vaticinan van a revolucionar el mundo son el ejemplo perfecto de que las grandes innovaciones mundiales suelen ser producto de procesos graduales, colaborativos y a menudo aburridos, y no —como suele creerse— el resultado de un momento “eureka” de algún genio solitario.
Pettis, como muchos otros innovadores tecnológicos, era muy diferente a los magnates de la banca y de otras industrias, como Donald Trump, que se ofenden si no son reconocidos como billonarios. Para Pettis, su principal mérito era ser un innovador, no ser un millonario.
¿era una especie de hobby, juntarse para divertirse? —No. Estábamos creando tanta energía potencial, que algo tenía que pasar… La idea era construir energía potencial para que de allí surgiera algo. —Estoy perdido —le confesé—. ¿Te reuniste con tus amigos y les dijiste: “Vamos a alquilar un espacio para juntarnos a hacer cosas”, sin tener ninguna meta específica? —Sí —contestó, encogiéndose de hombros, como si lo que había hecho fuera lo más natural del mundo—. Uno se junta con gente para pensar ideas, para generar energía. Y así, intercambiando ideas y proyectos, decidimos hacer un aparato que pudiera hacer cualquier cosa: una impresora 3D.
Fue, como me lo explicó Hull, un proceso lento y gradual. “Tú no inventas algo y de repente provocas un gran impacto en muchas áreas. Las cosas no funcionan así”, explicó. Por el contrario, típicamente, después de inventar algo, uno tiene que encontrar una aplicación comercial para su producto, conseguir capital, emplear gente y formar una empresa. “Y cuando terminas de hacer todo eso, te encuentras con que la invención original tiene muchas limitaciones y necesitas reinventarla. De manera que todo esto es un proceso que no termina nunca.”
Yuste me dijo que, efectivamente, el plan de mapear el cerebro humano es algo histórico, porque ese órgano es la única parte del cuerpo que no sabemos cómo funciona. “Conocemos cómo lo hacen los músculos, el hígado y el corazón, lo suficiente para intentar curarlos cuando se estropean. Pero de la nariz para arriba estamos en territorio prácticamente desconocido”, me explicó.
Entonces, si conseguimos entender cómo funciona, la humanidad, por primera vez en la historia, se entenderá a sí misma por dentro. Será como vernos por dentro por primera vez”, explicó.
“Sinceramente, pienso que esto puede ser uno de los momentos históricos de más importancia para la humanidad. Porque cuando la humanidad se conozca por dentro, cómo funciona su mente, se hará más libre. Entenderemos el origen de muchos de nuestros sufrimientos y podremos solucionar no sólo problemas médicos sino también problemas de comportamiento”, me dijo Yuste.
Todos solemos hacer cambios drásticos cuando estamos en las malas, pero muy pocos tienen la sabiduría y la audacia de innovar cuando están en las buenas.
Guardiola tiene el gran mérito de haber perfeccionado el arte de la innovación incremental, construyendo sobre lo que había heredado, y de innovar todas las semanas, después de haber ganado su último partido, sorprendiendo constantemente a sus rivales. Muchas empresas y muchas personas deberían seguir el ejemplo de Guardiola, de innovar mientras están ganando.
Cruyff introdujo una filosofía de juego que guio al Barcelona desde entonces. Sus sucesores, especialmente Guardiola, cambiaron tácticas y estilos, pero —como hacen muchas empresas triunfadoras— realizaron cambios constantes sin abandonar una filosofía rectora.
“Guardiola es casi un obseso; es más obseso que los obsesos —me dijo Murillo—. Su lema es la perseverancia. Es un estudioso, un loco de la táctica, y consigue ganar con base en pasarse muchas horas viendo y volviendo a ver los videos de los partidos.”
No habían perdido ‘porque el futbol es así’ sino por errores propios, y por virtudes del adversario.”
Para Guardiola, el triunfo era la coronación de un plan bien ejecutado, más que un regalo del cielo.
“Los jugadores que diriges no son tontos: si te ven dudar, lo captan al vuelo, al instante, al momento —explicó Guardiola—. Cuando les hables, que sea porque ya tienes claro lo que les vas a decir: ‘Ésta es la manera como vamos a hacer las cosas’. Porque los futbolistas son intuición pura. Te huelen hasta la sangre. Y cuando te ven débil, te [clavan la aguja].”
“las innovaciones las hacía ganando, que es cuando hay que hacerlas. Para eso hace falta tener una convicción muy, muy fuerte”, concluyó el ex técnico del Real Madrid.
Ésa debería ser la mayor enseñanza del Barcelona de Guardiola, tanto para los equipos de futbol como para cualquier empresa o persona. Hay que innovar cuando se está ganando. Hay que estudiar a los competidores y anticiparse a los cambios que se vienen, aun cuando uno está ganando. Muchas de las grandes empresas que han desaparecido en los últimos años fracasaron, precisamente, por no haber invertido suficiente tiempo y dinero en renovarse.
Quizás muchas empresas, comercios y profesionales deberían poner una foto de Guardiola en sus oficinas para tener siempre presente la necesidad de estar innovando constantemente, en especial cuando uno está ganando. El que se queda haciendo siempre lo mismo, a la larga se queda atrás.
Para Branson, uno de los mejores consejos que recibió en su vida fue de su profesor de esquí, quien le dijo que si quería aprender a esquiar bien, tenía que estar dispuesto a caerse muchas veces. Lo mismo ocurre en la vida empresarial, me dijo Branson.
“La innovación es lo que mantiene vivas a las empresas exitosas. Si no estás innovando, retrocedes”, decía con frecuencia.
Casi todas las escuelas de administración de empresas enseñan que uno tiene que concentrarse en lo que sabe hacer, y las principales compañías del mundo hacen precisamente eso: Coca-Cola produce bebidas, Microsoft hace computadoras y Nike produce equipos deportivos. “Pero Virgin era la excepción a la regla, aunque todas las empresas del grupo tuvieran características comunes, como ofrecer una experiencia divertida por un precio más bajo”, se ufana Branson.
Cuando le preguntaron si no sería mejor que sólo los gobiernos se encargaran de la exploración de otros planetas, Musk respondió que los gobiernos son mucho más efectivos cuando apoyan la investigación básica que cuando promueven la investigación y el desarrollo de proyectos comerciales.
“El gobierno fue muy bueno para sentar las bases de internet y ponerlo en marcha, pero después el proyecto languideció. Las compañías comerciales fueron las que retomaron internet, alrededor de 1995, y de allí en adelante se aceleraron las cosas. Necesitamos un proceso parecido en la exploración del espacio.”
Lo que pasa es que Khan Academy era aún más fascinante para mí, me daba una recompensa psicológica aún mayor”,
“Las [nuevas] realidades económicas ya no requieren una clase trabajadora dócil y disciplinada, que sólo tenga conocimientos básicos de lectura, matemáticas y humanidades. El mundo de hoy necesita una clase trabajadora de gente creativa, curiosa, y que se siga educando durante toda su vida, que sean capaces de concebir e implementar nuevas ideas —señala Khan—. Desgraciadamente, ése es precisamente el tipo de alumno que el modelo Prusiano trata de desincentivar.”
La parte más importante del proceso de aprendizaje es hacer cosas, resolver problemas y tener a tu maestra y a tus compañeros ahí para ayudarte”.
“La primera cosa positiva es que la gente que se ha hecho rica en Silicon Valley, la generación previa de emprendedores, en su gran mayoría no es gente que piensa sobre cuán grande es su casa o cuán elegante es su automóvil. Obviamente, hay gente con casas grandes y automóviles elegantes. Pero la cultura en general es de cómo usar tu capital para hacer algo interesante, para hacer la próxima innovación. La gente en Silicon Valley, en las fiestas, no alardea acerca de su casa o su auto, sino que alardean acerca de su próximo proyecto, su próximo equipo de jóvenes con quienes están trabajando en un proyecto ambicioso. Ésas son las cosas de las que están orgullosos”, me señaló Khan.
En todos los casos, según me explicó, su rol ha sido el de desarrollar ideas, y luego juntar a científicos que puedan convertirlas en realidad. “No soy un científico, no hago la ecuación. Si lo necesito, busco a un científico que la haga”, dijo Zolezzi en una ocasión. “Yo tengo un modelo y hago que las cosas funcionen. Lo que impacta a la gente es que se dan cuenta de que no soy ningún genio, que no tengo doctorados, que no soy experto en nada.”
Bajo el plan trazado con la Fundación Avina, Zolezzi establecería una corporación multinacional con fines de lucro, con sede en Estados Unidos, que vendería su tecnología a empresas de artículos electrodomésticos o a fabricantes de gaseosas, que actualmente requieren más de 80 litros de agua para producir un litro de sus bebidas, y podrían hacer enormes ahorros de agua. Pero la corporación con fines de lucro de Zolezzi le daría su tecnología gratuitamente a una Alianza para el agua que se crearía uniendo a varias organizaciones no gubernamentales. Y la Alianza para el agua, a su vez, sería dueña de 10% de la empresa con fines de lucro de Zolezzi, para que tuviera asegurado un ingreso constante y no tuviera que depender exclusivamente de donaciones. Sería un nuevo modelo integrado de innovación social que incluiría a empresas con fines de lucro y organizaciones humanitarias.
Cuando lo entrevisté por primera vez, durante una visita suya a Miami, Yunus me dijo que “el capitalismo se fue por el mal camino” al desentenderse de su función social. Entonces, en lugar de hacer donaciones, los empresarios deberían crear —además de sus empresas con fines de lucro— “empresas sociales”, que son autosuficientes y mucho más sostenibles que las organizaciones no gubernamentales o filantrópicas que dependen de la caridad.
Las empresas sociales propuestas por Yunus operan como cualquier empresa, pero las ganancias se reinvierten en la empresa, o en otras empresas sociales, y los accionistas no cobran dividendos, sino que sólo aspiran a recuperar su inversión inicial.
“Mientras que en una empresa tradicional el objetivo es ganar dinero, en una empresa social el objetivo es resolver un problema social”, me explicó.
¿Acaso los empresarios no hacen negocios exclusivamente para ganar dinero?, abundé. “Yo les digo a los empresarios que en vez de regalar dinero, lo inviertan en un negocio social, para que ese dinero haga el mismo trabajo que cuando uno hace una donación… pero que se recicle. En vez de donar para caridad, yo les estoy pidiendo invertir en un negocio que hace exactamente lo mismo, un negocio para crear empleo, un negocio para proveer salud, un negocio para crear vivienda, lo que tú quieras hacer. Pero va a ser hecho en forma de negocio para que el dinero que inviertas en él regrese a tus manos, y tú lo puedas volver a invertir. Entonces el dinero estará repetidamente trabajando para ti, resolviendo un problema, y ésa es una forma mucho mejor de utilizar el dinero que darlo a la caridad. En obras de caridad el dinero sale, hace un gran trabajo, pero no vuelve. Si haces lo mismo creando un negocio social, el dinero sale, hace el mismo trabajo, pero regresa a tus manos y lo puedes volver a invertir.”
“Mi generación la tuvo fácil: nosotros teníamos que ‘encontrar’ un empleo. Pero cada vez más, nuestros hijos deberán ‘inventar’ un empleo —señaló Thomas Friedman en una columna de The New York Times—. Por supuesto, los que tengan más suerte lograrán ‘encontrar’ su primer trabajo, pero considerando la rapidez con la que está cambiando todo, hasta estos últimos deberán reinventar, readaptar y reimaginar ese empleo mucho más de lo que tuvieron que hacerlo sus padres.”
La mayoría de las grandes innovaciones surgen de abajo para arriba, gracias a una cultura del emprendimiento y de la admiración colectiva hacia quienes toman riesgos. No son producto de ningún plan gubernamental.
En la mayoría de los casos, las innovaciones son el producto de una cultura en que se venera a los innovadores y se les permite realizar su potencial.
¿Qué es una cultura de la innovación? Es un clima que produzca un entusiasmo colectivo por la creatividad, y glorifique a los innovadores productivos de la misma manera en que se glorifica a los grandes artistas o a los grandes deportistas, y que desafíe a la gente a asumir riesgos sin temor a ser estigmatizados por el fracaso.
Sin una cultura de la innovación, de poco sirven los estímulos gubernamentales, ni la producción masiva de ingenieros, ni mucho menos los “parques tecnológicos” que están promoviendo varios presidentes, en la mayoría de los casos con fines autopromocionales.
Si en Estados Unidos, Europa y varios países latinoamericanos se logró bajar dramáticamente la cantidad de fumadores con campañas televisivas alertando sobre los peligros del cigarrillo —una adicción química—, ¿cómo no se van a poder combatir falencias que no producen dependencias físicas, como la falta de tolerancia al fracaso? Cambiar estas culturas y convertir a los innovadores en héroes populares es una cuestión de voluntad política, que pueden alentar los políticos, los empresarios, los sectores académicos o la prensa.
Freire, graduado magna cum laude en economía de la Universidad de San Andrés en Argentina y con estudios de posgrado en Harvard, me dijo que la clave es convertir el emprendedurismo en “una política de estado, en lugar de una política de la Subsecretaría de Desarrollo Económico”.
Aunque muchos no lo saben, muchas de las grandes invenciones de la humanidad surgieron como resultado de premios económicos ofrecidos para quienes lograran superar un determinado desafío tecnológico.
“Ése es, precisamente, el encanto de los premios: permiten la participación de todo el mundo y de los que menos posibilidades tienen de ganar. Y, muchas veces, son estos últimos los que ganan”, señalan Peter H. Diamandis y Steven Kotler en su libro Abundancia: el futuro es mejor de lo que se cree.
“Los premios pueden ser el acicate para producir soluciones revolucionarias”, dice un estudio de la consultora McKinsey & Company. “Durante siglos, han sido un instrumento clave usado por soberanos, instituciones reales y filántropos privados que buscaban solucionar urgentes problemas sociales, y desafíos técnicos de sus culturas.”
“La idea detrás de estos premios es que el día antes de que cualquier invento salga a la luz pública es una idea loca”, me dijo Diamandis. “Si no fuera una idea loca el día anterior, no sería un gran invento. Entonces, la pregunta que yo le hago a las empresas, las organizaciones y los gobiernos es: ¿tienen ustedes un lugar dentro de la organización donde se crean ideas locas? Porque si no estás experimentando con ideas locas, con ideas que pueden fallar, seguirás atascado con pequeños pasos de mejora continua, pero nunca vas a inventar algo nuevo. Y los premios son, precisamente, mecanismos para impulsar ideas locas.”
Los escépticos señalan, con cierta razón, que muchas veces los premios terminan siendo —más que un incentivo a la innovación— una estrategia de publicidad disfrazada de las empresas, o formas sofisticadas de pagar menos para comprar buenas ideas. Y también es cierto que los premios no son un sustituto para la investigación básica que necesitan los países para poder inventar nuevos productos, o mejorar los existentes. Sin embargo, los premios son una herramienta cada vez más eficaz para despertar el interés por resolver un desafío, estimular al mayor número de talentos para que lo conviertan en realidad, y crear una cultura de la innovación. Las ventajas que ofrecen los premios son muy superiores a las limitaciones que apuntan sus críticos.
déficit de capital humano para la innovación en la región —léase la falta de ingenieros, científicos y técnicos— es dramática. Y el motivo no es ningún secreto: se debe a que la mayoría de los estudiantes universitarios en América Latina se vuelcan a las humanidades y las ciencias sociales.
¿Cómo estimulan los estudios de matemática, ciencia y tecnología los países más avanzados? En muchos casos, jugando. No es broma: recuerdo que cuando le pregunté a Bill Gates en una entrevista cuál es su sugerencia para lograr que más jóvenes escojan carreras de ciencias e ingeniería, me dijo que las escuelas primarias deberían cambiar radicalmente la forma en que enseñan estas materias. “Tienen que hacer proyectos que sean divertidos para los niños —dijo Gates—. Por ejemplo, diseñar un pequeño submarino o un pequeño robot. Y que los niños entiendan que la ciencia es una herramienta para hacer algo que quieren hacer, y no un desierto que tienen que cruzar para quizás encontrar un buen trabajo una vez que lo han atravesado.”
En su libro Creando innovadores, Tony Wagner, un especialista en educación de la Universidad de Harvard, dice que el principal objetivo de las escuelas ya no será preparar a los jóvenes para la universidad, sino preparar a los jóvenes para la innovación.
“Lo que uno sabe es cada vez menos importante, y lo que uno puede hacer con lo que sabe es cada vez más importante.
Para poder pensar de manera interdisciplinaria y crear innovaciones revolucionarias —o disruptivas, como las llaman muchos— tenemos que cambiar el lente con que vemos las cosas. Y para ello, muchos gurúes de la innovación sugieren que la clave para promover la innovación entre los niños es enseñarles a que se hagan las preguntas correctas. En lugar de pedirles que resuelvan un problema específico, afirman, tenemos que enseñarles a reformular el problema, y partir de una pregunta mucho más amplia: ¿Cuál es nuestra meta final?
“Si uno piensa sobre cómo resolver un problema en términos de las soluciones existentes, está limitando las potenciales soluciones a un statu quo defectuoso.”
Lo mismo ocurre en todos los órdenes de la vida. Si una empresa se pregunta cómo vender más, está limitando su esfera de pensamiento a cómo mejorar los productos que fabrica, agilizar sus redes de distribución, o mejorar sus estrategias de mercadotecnia. Pero, en cambio, si se preguntara cómo aumentar sus ingresos y contribuir más a la sociedad, podría ampliar dramáticamente su campo visual y encontrar nuevos productos o servicios que jamás había contemplado.
Otra forma de cambiar el lente con que vemos las cosas, sugerida por Luke Williams en su libro Disrupt, es remplazar nuestra hipótesis de trabajo por una afirmación intencionalmente disparatada. Para lograrlo, Williams sugiere poner patas para arriba o negar de plano la hipótesis con la que estamos trabajando. Por ejemplo, en el caso de la pregunta sobre cómo mejorar nuestras escuelas, con edificios de ladrillo, aulas, pizarrones y pupitres, Williams sugiere que nos preguntemos: ¿Qué pasaría si tratáramos de educar a nuestros hijos sin ninguno de estos elementos?
Como lo señalábamos en las primeras páginas de este libro, la mayoría de los países latinoamericanos deben simplificar los trámites para abrir o cerrar una empresa, adoptar leyes que hagan respetar la propiedad intelectual, y modificar sus leyes de quiebras para no castigar excesivamente a quienes fracasan en un emprendimiento.
Y si a eso le sumamos leyes que no protegen con suficiente rigor la propiedad intelectual, los estímulos para la innovación son aún menores.
“En Argentina es difícil fracasar —me contó Emiliano Kargieman, el argentino que está produciendo los nano satélites que podrían revolucionar la industria aeroespacial—. Cerrar una empresa es físicamente y económicamente demandante: terminas con juicios durante años y el proceso es terrible. Tengo amigos que se fueron a otro país, porque no querían volver a pasar por eso de nuevo. Eso te inhibe de crear una empresa. Fracasar tendría que ser algo fácil. No sólo habría que lograr aumentar la tasa de natalidad de empresas, sino también habría que aumentar la mortalidad de las empresas.
Lo importante es que puedas fracasar lo más rápido posible, para que puedas levantarte y hacer otra.”
Los países que alientan la innovación tienden a alentar la reorganización en lugar de la liquidación de empresas, y a tener procesos sumamente rápidos para resolver casos de insolvencia.
Varios años después, cuando Migoya y sus socios fundaron Globant en 2003, dieron en la tecla con una fórmula muy simple: aprovechar el entonces bajo costo de la mano de obra argentina para vender software en el exterior. Les fue muy bien: en 2014 se registraron en la Comisión de Valores de Estados Unidos para hacer la empresa pública, y recaudaron 58 millones de dólares en su salida a la bolsa de valores de Wall Street. Pero Migoya y sus socios tuvieron la suerte de haber fracasado en sus proyectos anteriores siendo muy jóvenes, con proyectos pequeños, y sin necesidad de irse a la quiebra. Si hubieran tenido que lidiar con un proceso de bancarrota, las leyes argentinas probablemente no les hubieran permitido levantar la cabeza para crear una empresa como Globant.
Muchas veces, en Latinoamérica, quienes toman las decisiones sobre dónde y en qué invertir son funcionarios gubernamentales, cuyo conocimiento y experiencia en el desarrollo de productos potencialmente comercializables es escaso o nulo.
¿Y cómo crear inversionistas de riesgo?, le pregunté. Von Ahn admitió que no es fácil, pero agregó que tal vez los gobiernos pueden dar incentivos fiscales a quienes hagan este tipo de inversiones. No sería mala idea. Los inversionistas de riesgo son uno de los motores de Silicon Valley, y uno de los factores clave de la mayoría de los ecosistemas de innovación exitosos.
A diferencia de lo que ocurre en Asia, la mayoría de los países latinoamericanos no permiten universidades extranjeras en su territorio, ni tienen convenios de titulación conjunta con las mejores universidades del primer mundo. Lo que es aún peor, muchas universidades latinoamericanas no exigen más que un conocimiento básico de inglés, que —nos guste o no— se ha convertido en la lengua franca de la ciencia y la tecnología mundial.
Al igual que ellos, es hora de que en Latinoamérica entremos de lleno en la era de la economía del conocimiento, y entendamos que el gran dilema del siglo XXI no será “socialismo o muerte”, ni “capitalismo o socialismo”, ni “Estado o mercado”, sino uno mucho menos ideológico: innovar o quedarnos estancados, o para ponerlo en términos más dramáticos: crear o morir.
¿Qué es lo que hace que Jobs haya triunfado en Estados Unidos, al igual que Bill Gates, el fundador de Microsoft; Mark Zuckerberg, el fundador de Facebook, y tantos otros, y miles de talentos de otras partes del mundo no puedan hacerlo en sus países?
Se trata de una pregunta fundamental, que debería estar en el centro del análisis político de nuestros países, porque estamos viviendo en la economía global del conocimiento, en que las naciones que más crecen —y que más reducen la pobreza— son las que producen innovaciones tecnológicas.
Antes de empezar mi investigación, me había encontrado con varias respuestas posibles. Una de ellas era que la excesiva interferencia del Estado ahoga la cultura creativa. Un mensaje de Twitter que recibí de un seguidor español horas después de que publiqué mi columna sobre Jobs, en octubre de 2011, lo explicaba así: “En España, Jobs no hubiera podido hacer nada, porque es ilegal iniciar una empresa en el garaje de tu casa, y nadie te hubiera dado un centavo”.
Otra explicación, del otro extremo del espectro político, es que hace falta más intervención estatal. Según esta teoría, nuestros países no están produciendo más innovadores porque nuestros gobiernos no invierten más en parques científicos e industriales.
Ya hay 22 de estos parques tecnológicos en Brasil, 21 en México, cinco en Argentina, cinco en Colombia, y varios otros en construcción en estos y otros países, todos creados bajo la premisa nacida en Estados Unidos y en Gran Bretaña desde los años cincuenta, de que la proximidad física de las empresas, las universidades y los gobiernos facilita la transferencia de conocimiento y la innovación. Pero, según los estudios más recientes, estos parques tecnológicos son proyectos inmobiliarios que —fuera del rédito político para los presidentes que los inauguran— producen pocos resultados en materia de innovación.
Finalmente, la otra explicación más difundida acerca de por qué no han surgido líderes mundiales de la innovación de la talla de Jobs en nuestros países es de tipo cultural. Según esta teoría, la cultura hispánica tiene una larga tradición de verticalidad, obediencia y falta de tolerancia a lo diferente que limita la creatividad.
Si la verticalidad y la obediencia fuera el problema, Corea del Sur —un pequeño país asiático que produce 10 veces más patentes de nuevas invenciones que todos los países de Latinoamérica y el Caribe juntos— tendría que producir mucho menos innovación que cualquier país hispanoparlante.
En mi columna del Miami Herald sobre Jobs, me incliné por otra teoría: el principal motivo por el que no ha surgido un Jobs en nuestros países es que tenemos una cultura social —y legal— que no tolera el fracaso.
En su libro El ascenso de la clase creativa, Florida esgrimió la teoría de que en el futuro las empresas no atraerán a las mentes creativas, sino al revés. Las concentraciones de mentes creativas atraerán a las empresas.
La realidad es que la creatividad es un proceso social: nuestros más grandes avances vienen de la gente de la que aprendemos, de la gente con la que competimos, y de la gente con la que colaboramos.
Tras estudiar el caso de Silicon Valley, concluyó que los innovadores tienden a juntarse en lugares que les permiten trabajar “fuera de las reglas de las corporaciones tradicionales, fuera de la burocracia, allí donde pueden controlar los medios de producción y donde les ofrecen capital de riesgo que sea capital, y no deuda”.
Tras estudiar como pocos la geografía de la innovación, Florida dijo: “Llegué a la conclusión un tanto controversial de que los lugares más propicios para la innovación son aquellos donde florecen las artes, las nuevas expresiones musicales, donde hay una gran población gay, donde hay buena cocina, además de universidades que pueden transformar la creatividad en innovación”.
“Lo interesante de nuestros estudios acerca de la música es que encontramos que los ecosistemas que permiten la innovación son los que propician una constante combinación y recombinación de la gente.
Jack White, el músico creador de White Stripes, lo dijo mejor que nadie cuando definió el éxito como el resultado de un proceso constante de combinación y recombinación.
El éxito es la habilidad de encontrar un nuevo miembro de tu equipo que te ayude a llegar adonde quieres”, dijo Florida.
En Nueva York, por ejemplo, no vas a encontrar innovación en el distrito bancario de Wall Street, sino en el vecindario de los artistas de Chelsea.
Los países avanzados exportarán cada vez menos productos y cada vez más planos y diseños de productos. El nuevo mantra de las industrias manufactureras será “vender el diseño, y no el producto”.
La industria manufacturera va a tener que reinventarse. Las impresoras 3D, al tener la capacidad de fabricar nuestros productos a nuestro gusto, en nuestra computadora, en nuestra casa, obligarán a las empresas manufactureras a inventar nuevos productos, o perecerán en el camino.
La consigna de las empresas, y de los países, será: “Crear o morir”.
Tal como lo señaló un estudio del Foro Económico Mundial, el crecimiento del volumen de datos y su procesamiento producirá un boom parecido al de la fiebre del oro en San Francisco en el siglo XIX, o al boom petrolero de Texas en el siglo XX.
En su libro Abundancia: el futuro es mejor de lo que usted cree, Peter H. Diamandis, presidente de Singularity University y cofundador de la Universidad Espacial Internacional, y su coautor Steven Kotler afirman que la humanidad “está entrando ahora en un periodo de transformación radical, en el que la tecnología tiene el potencial de mejorar sustancialmente los niveles de vida promedio de cada hombre, mujer y niño en el planeta. Dentro de una generación seremos capaces de darles bienes y servicios que en el pasado estaban reservados para unos pocos ricos a todos quienes los necesiten o los deseen. La abundancia para todos está a nuestro alcance”.
Como ya lo decía en mis libros anteriores Cuentos chinos (2005) y Basta de historias (2010), el mundo ha cambiado, y los presidentes latinoamericanos que dicen que sus países prosperarán vendiendo petróleo, soja y metales, o ensamblando piezas para la industria manufacturera se están engañando a sí mismos o están engañando a sus pueblos.
Cada vez más, estamos yendo de una economía global basada en el trabajo manual a una sustentada en el trabajo mental. Por eso no es casual que empresas como Google o Apple tengan un producto bruto mayor que el de muchos países latinoamericanos. Ni tampoco es casual que pequeños países que no tienen materias primas, como Singapur, Taiwán o Israel, tengan economías muchísimo más prósperas que las de países riquísimos en petróleo, como Venezuela, Ecuador o Nigeria; o que los hombres más ricos del mundo sigan siendo empresarios como Bill Gates, Carlos Slim o Warren Buffet, que producen tecnología o servicios, pero no materias primas. Esta tendencia se acelerará aún más durante los próximos años, debido a que la tecnología progresa en forma exponencial.
En América Latina estamos produciendo demasiados filósofos, sociólogos, psicólogos y poetas, y muy pocos científicos e ingenieros.
un estudio de Bain & Company, “el café es un ejemplo de cómo un producto de baja tecnología se puede mejorar para crear mayor valor económico”. Mientras una taza de café simple en Estados Unidos se vende en unos 50 centavos de dólar, una taza de café premium que ofrece una cadena como Starbucks se vende hasta en cuatro dólares. Si a lo anterior agregamos otras innovaciones como las máquinas de café expreso —que se venden, en promedio, en 300 dólares— y el nuevo mercado de cartuchos de cafés especiales para estas máquinas, la industria del café se ha disparado en los últimos años para convertirse en un mercado de 135 000 millones de dólares anuales. Mientras que el consumo de café en el mundo aumentó sólo 21%, las innovaciones han hecho aumentar el valor de la industria 80%, según el estudio.
“En Silicon Valley, cuando enumeras tus fracasos es como si estuvieras enumerando tus diplomas universitarios. Todo el mundo aquí entiende que con cada fracaso aprendiste algo, y que por lo tanto eres más sabio que antes.”
Según varios estudios de la psicología de la creatividad, las personalidades innovadoras se distinguen por ser extrovertidas, abiertas a la experimentación, no muy preocupadas por agradar a los demás, y algo neuróticas. En otras palabras, el estereotipo del “genio loco” no está muy alejado de la realidad.
“Los individuos creativos no son únicamente excéntricos ante los ojos de la gente común: ellos mismos se ven como diferentes, e incapaces de adaptarse a la sociedad”, afirma Carson.
Esto no es nada nuevo: ya Platón en la antigua Grecia había advertido que los poetas y los filósofos sufrían “locura divina”, un trastorno que les había sido otorgado por los dioses, pero una locura al fin, afirma Carson.
Y Aristóteles ya había sugerido que había una conexión entre los poetas y la melancolía, que es lo que hoy catalogamos como depresión, agrega.
Según me dijeron varios de los innovadores más exitosos que entrevisté, la innovación requiere, además de la tolerancia para el fracaso, el entusiasmo por el riesgo.
Como suele bromear el profesor Florida —el economista según el cual las empresas no atraen a las mentes creativas, sino viceversa—: los grandes innovadores suelen tener tres cualidades que empiezan con la letra T: tecnología, tolerancia y… testículos.
Las grandes innovaciones no son chispazos de genialidad en medio de la nada, sino que son el resultado de mentes creativas que se nutren de otras mentes innovadoras en ciudades o vecindarios llenos de energía creadora, experimentan incansablemente nuevas tecnologías, toleran los fracasos, y tienen la audacia necesaria para imponer sus invenciones ante mil obstáculos.
“¿Qué hicieron diferente ustedes?”, le pregunté a Acurio. “La diferencia es que nosotros no abrimos un restaurante, sino que generamos un movimiento —respondió—. En un movimiento, uno es parte de una actividad. Genera un movimiento económico mucho mayor.”
“En términos prácticos, ¿qué significa eso?”, pregunté. “En términos prácticos significa que en la medida en que se genera un movimiento, no estás hablando sólo de un cocinero sino de muchos cocineros que empiezan a tener un diálogo entre sí. En el terreno personal, íntimo, nos dábamos cuenta de que cuando abríamos el restaurante usábamos 30 kilos de mantequilla y 50 litros de crema, y años después no usábamos ni uno, porque no era propio del estilo que estábamos creando. Del estilo afrancesado pasábamos a un estilo en que los ajíes son los que dan los sabores, las hierbas peruanas. Y la cultura local es la que generaba las ideas”, señaló.
“O sea, crearon un movimiento que beneficiara a todos los chefs…”, le comenté. “Y más que a los chefs. Porque además estábamos empezando a dialogar con los productores locales para entender un poco lo que va sucediendo en el campo, lo que hay en la biodiversidad local. Y estábamos empezando a intentar sumar al comensal”, agregó Acurio.
que nosotros no competimos, nosotros compartimos. Nosotros estamos construyendo una marca que es de todos —contestó Acurio.
qué excusa comenzaron a reunirse? —Decíamos: tenemos que juntarnos, tenemos que hacer cosas, tenemos que promocionar nuestros productos, tenemos que construir un lenguaje propio; tenemos que hacer un discurso, unos principios, unos valores comunes. Tenemos un patrimonio incalculable, como sólo lo tienen 10 o 12 países en el mundo, y tenemos que aprovecharlo. Porque si no, nuestro destino va a ser seguir siendo peruanos haciendo cocina francesa dentro de Perú, o sea, nada —contestó Acurio.
Suecia, por ejemplo, tú entras a la página web del gobierno sueco, y corroboras que tiene un plan de 20 años: quieren ser el país más importante del mundo en gastronomía. El caso de ese país es muy interesante, porque tiene poca diversidad y escasa cultura gastronómica. No obstante, se han planteado que a partir de la innovación tienen que convertirse en una potencia gastronómica —respondió. —¿Cómo esperan lograrlo? —pregunté. —En Suecia ya le bajaron 50% a los impuestos a los restaurantes, siempre y cuando trasladen los ahorros a la innovación. ¿Cuál es el objetivo de esa política? Generar grandes cocineros. Hay un plan interesante ahí.
Si tú entras a mi compañía y preguntas cuál es su misión, la respuesta que recibirás es ésta: ‘Desarrollar la cocina peruana en el mundo’”.
”Claramente, en los últimos rankings de confianza y orgullo por lo propio, hemos pasado de estar en la retaguardia a estar a la cabeza de América Latina, superando a México. Lo habrás notado cuando vas a Perú. La gente te recibe con orgullo. Hace 20 años te habrían llevado a un restaurante francés y te hubieran tratado de mostrar cuán parecidos éramos a Miami. Ahora no. En eso, la gastronomía ha contribuido enormemente”, concluyó Acurio.
Las comunidades [de internet], por otro lado, se forman alrededor de intereses y necesidades comunes, y no tienen más procedimientos de los que necesitan. La comunidad existe para el proyecto, y no para mantener a la compañía en la que está el proyecto”.
Las impresoras 3D que muchos vaticinan van a revolucionar el mundo son el ejemplo perfecto de que las grandes innovaciones mundiales suelen ser producto de procesos graduales, colaborativos y a menudo aburridos, y no —como suele creerse— el resultado de un momento “eureka” de algún genio solitario.
Pettis, como muchos otros innovadores tecnológicos, era muy diferente a los magnates de la banca y de otras industrias, como Donald Trump, que se ofenden si no son reconocidos como billonarios. Para Pettis, su principal mérito era ser un innovador, no ser un millonario.
¿era una especie de hobby, juntarse para divertirse? —No. Estábamos creando tanta energía potencial, que algo tenía que pasar… La idea era construir energía potencial para que de allí surgiera algo. —Estoy perdido —le confesé—. ¿Te reuniste con tus amigos y les dijiste: “Vamos a alquilar un espacio para juntarnos a hacer cosas”, sin tener ninguna meta específica? —Sí —contestó, encogiéndose de hombros, como si lo que había hecho fuera lo más natural del mundo—. Uno se junta con gente para pensar ideas, para generar energía. Y así, intercambiando ideas y proyectos, decidimos hacer un aparato que pudiera hacer cualquier cosa: una impresora 3D.
Fue, como me lo explicó Hull, un proceso lento y gradual. “Tú no inventas algo y de repente provocas un gran impacto en muchas áreas. Las cosas no funcionan así”, explicó. Por el contrario, típicamente, después de inventar algo, uno tiene que encontrar una aplicación comercial para su producto, conseguir capital, emplear gente y formar una empresa. “Y cuando terminas de hacer todo eso, te encuentras con que la invención original tiene muchas limitaciones y necesitas reinventarla. De manera que todo esto es un proceso que no termina nunca.”
Yuste me dijo que, efectivamente, el plan de mapear el cerebro humano es algo histórico, porque ese órgano es la única parte del cuerpo que no sabemos cómo funciona. “Conocemos cómo lo hacen los músculos, el hígado y el corazón, lo suficiente para intentar curarlos cuando se estropean. Pero de la nariz para arriba estamos en territorio prácticamente desconocido”, me explicó.
Entonces, si conseguimos entender cómo funciona, la humanidad, por primera vez en la historia, se entenderá a sí misma por dentro. Será como vernos por dentro por primera vez”, explicó.
“Sinceramente, pienso que esto puede ser uno de los momentos históricos de más importancia para la humanidad. Porque cuando la humanidad se conozca por dentro, cómo funciona su mente, se hará más libre. Entenderemos el origen de muchos de nuestros sufrimientos y podremos solucionar no sólo problemas médicos sino también problemas de comportamiento”, me dijo Yuste.
Todos solemos hacer cambios drásticos cuando estamos en las malas, pero muy pocos tienen la sabiduría y la audacia de innovar cuando están en las buenas.
Guardiola tiene el gran mérito de haber perfeccionado el arte de la innovación incremental, construyendo sobre lo que había heredado, y de innovar todas las semanas, después de haber ganado su último partido, sorprendiendo constantemente a sus rivales. Muchas empresas y muchas personas deberían seguir el ejemplo de Guardiola, de innovar mientras están ganando.
Cruyff introdujo una filosofía de juego que guio al Barcelona desde entonces. Sus sucesores, especialmente Guardiola, cambiaron tácticas y estilos, pero —como hacen muchas empresas triunfadoras— realizaron cambios constantes sin abandonar una filosofía rectora.
“Guardiola es casi un obseso; es más obseso que los obsesos —me dijo Murillo—. Su lema es la perseverancia. Es un estudioso, un loco de la táctica, y consigue ganar con base en pasarse muchas horas viendo y volviendo a ver los videos de los partidos.”
No habían perdido ‘porque el futbol es así’ sino por errores propios, y por virtudes del adversario.”
Para Guardiola, el triunfo era la coronación de un plan bien ejecutado, más que un regalo del cielo.
“Los jugadores que diriges no son tontos: si te ven dudar, lo captan al vuelo, al instante, al momento —explicó Guardiola—. Cuando les hables, que sea porque ya tienes claro lo que les vas a decir: ‘Ésta es la manera como vamos a hacer las cosas’. Porque los futbolistas son intuición pura. Te huelen hasta la sangre. Y cuando te ven débil, te [clavan la aguja].”
“las innovaciones las hacía ganando, que es cuando hay que hacerlas. Para eso hace falta tener una convicción muy, muy fuerte”, concluyó el ex técnico del Real Madrid.
Ésa debería ser la mayor enseñanza del Barcelona de Guardiola, tanto para los equipos de futbol como para cualquier empresa o persona. Hay que innovar cuando se está ganando. Hay que estudiar a los competidores y anticiparse a los cambios que se vienen, aun cuando uno está ganando. Muchas de las grandes empresas que han desaparecido en los últimos años fracasaron, precisamente, por no haber invertido suficiente tiempo y dinero en renovarse.
Quizás muchas empresas, comercios y profesionales deberían poner una foto de Guardiola en sus oficinas para tener siempre presente la necesidad de estar innovando constantemente, en especial cuando uno está ganando. El que se queda haciendo siempre lo mismo, a la larga se queda atrás.
Para Branson, uno de los mejores consejos que recibió en su vida fue de su profesor de esquí, quien le dijo que si quería aprender a esquiar bien, tenía que estar dispuesto a caerse muchas veces. Lo mismo ocurre en la vida empresarial, me dijo Branson.
“La innovación es lo que mantiene vivas a las empresas exitosas. Si no estás innovando, retrocedes”, decía con frecuencia.
Casi todas las escuelas de administración de empresas enseñan que uno tiene que concentrarse en lo que sabe hacer, y las principales compañías del mundo hacen precisamente eso: Coca-Cola produce bebidas, Microsoft hace computadoras y Nike produce equipos deportivos. “Pero Virgin era la excepción a la regla, aunque todas las empresas del grupo tuvieran características comunes, como ofrecer una experiencia divertida por un precio más bajo”, se ufana Branson.
Cuando le preguntaron si no sería mejor que sólo los gobiernos se encargaran de la exploración de otros planetas, Musk respondió que los gobiernos son mucho más efectivos cuando apoyan la investigación básica que cuando promueven la investigación y el desarrollo de proyectos comerciales.
“El gobierno fue muy bueno para sentar las bases de internet y ponerlo en marcha, pero después el proyecto languideció. Las compañías comerciales fueron las que retomaron internet, alrededor de 1995, y de allí en adelante se aceleraron las cosas. Necesitamos un proceso parecido en la exploración del espacio.”
Lo que pasa es que Khan Academy era aún más fascinante para mí, me daba una recompensa psicológica aún mayor”,
“Las [nuevas] realidades económicas ya no requieren una clase trabajadora dócil y disciplinada, que sólo tenga conocimientos básicos de lectura, matemáticas y humanidades. El mundo de hoy necesita una clase trabajadora de gente creativa, curiosa, y que se siga educando durante toda su vida, que sean capaces de concebir e implementar nuevas ideas —señala Khan—. Desgraciadamente, ése es precisamente el tipo de alumno que el modelo Prusiano trata de desincentivar.”
La parte más importante del proceso de aprendizaje es hacer cosas, resolver problemas y tener a tu maestra y a tus compañeros ahí para ayudarte”.
“La primera cosa positiva es que la gente que se ha hecho rica en Silicon Valley, la generación previa de emprendedores, en su gran mayoría no es gente que piensa sobre cuán grande es su casa o cuán elegante es su automóvil. Obviamente, hay gente con casas grandes y automóviles elegantes. Pero la cultura en general es de cómo usar tu capital para hacer algo interesante, para hacer la próxima innovación. La gente en Silicon Valley, en las fiestas, no alardea acerca de su casa o su auto, sino que alardean acerca de su próximo proyecto, su próximo equipo de jóvenes con quienes están trabajando en un proyecto ambicioso. Ésas son las cosas de las que están orgullosos”, me señaló Khan.
En todos los casos, según me explicó, su rol ha sido el de desarrollar ideas, y luego juntar a científicos que puedan convertirlas en realidad. “No soy un científico, no hago la ecuación. Si lo necesito, busco a un científico que la haga”, dijo Zolezzi en una ocasión. “Yo tengo un modelo y hago que las cosas funcionen. Lo que impacta a la gente es que se dan cuenta de que no soy ningún genio, que no tengo doctorados, que no soy experto en nada.”
Bajo el plan trazado con la Fundación Avina, Zolezzi establecería una corporación multinacional con fines de lucro, con sede en Estados Unidos, que vendería su tecnología a empresas de artículos electrodomésticos o a fabricantes de gaseosas, que actualmente requieren más de 80 litros de agua para producir un litro de sus bebidas, y podrían hacer enormes ahorros de agua. Pero la corporación con fines de lucro de Zolezzi le daría su tecnología gratuitamente a una Alianza para el agua que se crearía uniendo a varias organizaciones no gubernamentales. Y la Alianza para el agua, a su vez, sería dueña de 10% de la empresa con fines de lucro de Zolezzi, para que tuviera asegurado un ingreso constante y no tuviera que depender exclusivamente de donaciones. Sería un nuevo modelo integrado de innovación social que incluiría a empresas con fines de lucro y organizaciones humanitarias.
Cuando lo entrevisté por primera vez, durante una visita suya a Miami, Yunus me dijo que “el capitalismo se fue por el mal camino” al desentenderse de su función social. Entonces, en lugar de hacer donaciones, los empresarios deberían crear —además de sus empresas con fines de lucro— “empresas sociales”, que son autosuficientes y mucho más sostenibles que las organizaciones no gubernamentales o filantrópicas que dependen de la caridad.
Las empresas sociales propuestas por Yunus operan como cualquier empresa, pero las ganancias se reinvierten en la empresa, o en otras empresas sociales, y los accionistas no cobran dividendos, sino que sólo aspiran a recuperar su inversión inicial.
“Mientras que en una empresa tradicional el objetivo es ganar dinero, en una empresa social el objetivo es resolver un problema social”, me explicó.
¿Acaso los empresarios no hacen negocios exclusivamente para ganar dinero?, abundé. “Yo les digo a los empresarios que en vez de regalar dinero, lo inviertan en un negocio social, para que ese dinero haga el mismo trabajo que cuando uno hace una donación… pero que se recicle. En vez de donar para caridad, yo les estoy pidiendo invertir en un negocio que hace exactamente lo mismo, un negocio para crear empleo, un negocio para proveer salud, un negocio para crear vivienda, lo que tú quieras hacer. Pero va a ser hecho en forma de negocio para que el dinero que inviertas en él regrese a tus manos, y tú lo puedas volver a invertir. Entonces el dinero estará repetidamente trabajando para ti, resolviendo un problema, y ésa es una forma mucho mejor de utilizar el dinero que darlo a la caridad. En obras de caridad el dinero sale, hace un gran trabajo, pero no vuelve. Si haces lo mismo creando un negocio social, el dinero sale, hace el mismo trabajo, pero regresa a tus manos y lo puedes volver a invertir.”
“Mi generación la tuvo fácil: nosotros teníamos que ‘encontrar’ un empleo. Pero cada vez más, nuestros hijos deberán ‘inventar’ un empleo —señaló Thomas Friedman en una columna de The New York Times—. Por supuesto, los que tengan más suerte lograrán ‘encontrar’ su primer trabajo, pero considerando la rapidez con la que está cambiando todo, hasta estos últimos deberán reinventar, readaptar y reimaginar ese empleo mucho más de lo que tuvieron que hacerlo sus padres.”
La mayoría de las grandes innovaciones surgen de abajo para arriba, gracias a una cultura del emprendimiento y de la admiración colectiva hacia quienes toman riesgos. No son producto de ningún plan gubernamental.
En la mayoría de los casos, las innovaciones son el producto de una cultura en que se venera a los innovadores y se les permite realizar su potencial.
¿Qué es una cultura de la innovación? Es un clima que produzca un entusiasmo colectivo por la creatividad, y glorifique a los innovadores productivos de la misma manera en que se glorifica a los grandes artistas o a los grandes deportistas, y que desafíe a la gente a asumir riesgos sin temor a ser estigmatizados por el fracaso.
Sin una cultura de la innovación, de poco sirven los estímulos gubernamentales, ni la producción masiva de ingenieros, ni mucho menos los “parques tecnológicos” que están promoviendo varios presidentes, en la mayoría de los casos con fines autopromocionales.
Si en Estados Unidos, Europa y varios países latinoamericanos se logró bajar dramáticamente la cantidad de fumadores con campañas televisivas alertando sobre los peligros del cigarrillo —una adicción química—, ¿cómo no se van a poder combatir falencias que no producen dependencias físicas, como la falta de tolerancia al fracaso? Cambiar estas culturas y convertir a los innovadores en héroes populares es una cuestión de voluntad política, que pueden alentar los políticos, los empresarios, los sectores académicos o la prensa.
Freire, graduado magna cum laude en economía de la Universidad de San Andrés en Argentina y con estudios de posgrado en Harvard, me dijo que la clave es convertir el emprendedurismo en “una política de estado, en lugar de una política de la Subsecretaría de Desarrollo Económico”.
Aunque muchos no lo saben, muchas de las grandes invenciones de la humanidad surgieron como resultado de premios económicos ofrecidos para quienes lograran superar un determinado desafío tecnológico.
“Ése es, precisamente, el encanto de los premios: permiten la participación de todo el mundo y de los que menos posibilidades tienen de ganar. Y, muchas veces, son estos últimos los que ganan”, señalan Peter H. Diamandis y Steven Kotler en su libro Abundancia: el futuro es mejor de lo que se cree.
“Los premios pueden ser el acicate para producir soluciones revolucionarias”, dice un estudio de la consultora McKinsey & Company. “Durante siglos, han sido un instrumento clave usado por soberanos, instituciones reales y filántropos privados que buscaban solucionar urgentes problemas sociales, y desafíos técnicos de sus culturas.”
“La idea detrás de estos premios es que el día antes de que cualquier invento salga a la luz pública es una idea loca”, me dijo Diamandis. “Si no fuera una idea loca el día anterior, no sería un gran invento. Entonces, la pregunta que yo le hago a las empresas, las organizaciones y los gobiernos es: ¿tienen ustedes un lugar dentro de la organización donde se crean ideas locas? Porque si no estás experimentando con ideas locas, con ideas que pueden fallar, seguirás atascado con pequeños pasos de mejora continua, pero nunca vas a inventar algo nuevo. Y los premios son, precisamente, mecanismos para impulsar ideas locas.”
Los escépticos señalan, con cierta razón, que muchas veces los premios terminan siendo —más que un incentivo a la innovación— una estrategia de publicidad disfrazada de las empresas, o formas sofisticadas de pagar menos para comprar buenas ideas. Y también es cierto que los premios no son un sustituto para la investigación básica que necesitan los países para poder inventar nuevos productos, o mejorar los existentes. Sin embargo, los premios son una herramienta cada vez más eficaz para despertar el interés por resolver un desafío, estimular al mayor número de talentos para que lo conviertan en realidad, y crear una cultura de la innovación. Las ventajas que ofrecen los premios son muy superiores a las limitaciones que apuntan sus críticos.
déficit de capital humano para la innovación en la región —léase la falta de ingenieros, científicos y técnicos— es dramática. Y el motivo no es ningún secreto: se debe a que la mayoría de los estudiantes universitarios en América Latina se vuelcan a las humanidades y las ciencias sociales.
¿Cómo estimulan los estudios de matemática, ciencia y tecnología los países más avanzados? En muchos casos, jugando. No es broma: recuerdo que cuando le pregunté a Bill Gates en una entrevista cuál es su sugerencia para lograr que más jóvenes escojan carreras de ciencias e ingeniería, me dijo que las escuelas primarias deberían cambiar radicalmente la forma en que enseñan estas materias. “Tienen que hacer proyectos que sean divertidos para los niños —dijo Gates—. Por ejemplo, diseñar un pequeño submarino o un pequeño robot. Y que los niños entiendan que la ciencia es una herramienta para hacer algo que quieren hacer, y no un desierto que tienen que cruzar para quizás encontrar un buen trabajo una vez que lo han atravesado.”
En su libro Creando innovadores, Tony Wagner, un especialista en educación de la Universidad de Harvard, dice que el principal objetivo de las escuelas ya no será preparar a los jóvenes para la universidad, sino preparar a los jóvenes para la innovación.
“Lo que uno sabe es cada vez menos importante, y lo que uno puede hacer con lo que sabe es cada vez más importante.
Para poder pensar de manera interdisciplinaria y crear innovaciones revolucionarias —o disruptivas, como las llaman muchos— tenemos que cambiar el lente con que vemos las cosas. Y para ello, muchos gurúes de la innovación sugieren que la clave para promover la innovación entre los niños es enseñarles a que se hagan las preguntas correctas. En lugar de pedirles que resuelvan un problema específico, afirman, tenemos que enseñarles a reformular el problema, y partir de una pregunta mucho más amplia: ¿Cuál es nuestra meta final?
“Si uno piensa sobre cómo resolver un problema en términos de las soluciones existentes, está limitando las potenciales soluciones a un statu quo defectuoso.”
Lo mismo ocurre en todos los órdenes de la vida. Si una empresa se pregunta cómo vender más, está limitando su esfera de pensamiento a cómo mejorar los productos que fabrica, agilizar sus redes de distribución, o mejorar sus estrategias de mercadotecnia. Pero, en cambio, si se preguntara cómo aumentar sus ingresos y contribuir más a la sociedad, podría ampliar dramáticamente su campo visual y encontrar nuevos productos o servicios que jamás había contemplado.
Otra forma de cambiar el lente con que vemos las cosas, sugerida por Luke Williams en su libro Disrupt, es remplazar nuestra hipótesis de trabajo por una afirmación intencionalmente disparatada. Para lograrlo, Williams sugiere poner patas para arriba o negar de plano la hipótesis con la que estamos trabajando. Por ejemplo, en el caso de la pregunta sobre cómo mejorar nuestras escuelas, con edificios de ladrillo, aulas, pizarrones y pupitres, Williams sugiere que nos preguntemos: ¿Qué pasaría si tratáramos de educar a nuestros hijos sin ninguno de estos elementos?
Como lo señalábamos en las primeras páginas de este libro, la mayoría de los países latinoamericanos deben simplificar los trámites para abrir o cerrar una empresa, adoptar leyes que hagan respetar la propiedad intelectual, y modificar sus leyes de quiebras para no castigar excesivamente a quienes fracasan en un emprendimiento.
Y si a eso le sumamos leyes que no protegen con suficiente rigor la propiedad intelectual, los estímulos para la innovación son aún menores.
“En Argentina es difícil fracasar —me contó Emiliano Kargieman, el argentino que está produciendo los nano satélites que podrían revolucionar la industria aeroespacial—. Cerrar una empresa es físicamente y económicamente demandante: terminas con juicios durante años y el proceso es terrible. Tengo amigos que se fueron a otro país, porque no querían volver a pasar por eso de nuevo. Eso te inhibe de crear una empresa. Fracasar tendría que ser algo fácil. No sólo habría que lograr aumentar la tasa de natalidad de empresas, sino también habría que aumentar la mortalidad de las empresas.
Lo importante es que puedas fracasar lo más rápido posible, para que puedas levantarte y hacer otra.”
Los países que alientan la innovación tienden a alentar la reorganización en lugar de la liquidación de empresas, y a tener procesos sumamente rápidos para resolver casos de insolvencia.
Varios años después, cuando Migoya y sus socios fundaron Globant en 2003, dieron en la tecla con una fórmula muy simple: aprovechar el entonces bajo costo de la mano de obra argentina para vender software en el exterior. Les fue muy bien: en 2014 se registraron en la Comisión de Valores de Estados Unidos para hacer la empresa pública, y recaudaron 58 millones de dólares en su salida a la bolsa de valores de Wall Street. Pero Migoya y sus socios tuvieron la suerte de haber fracasado en sus proyectos anteriores siendo muy jóvenes, con proyectos pequeños, y sin necesidad de irse a la quiebra. Si hubieran tenido que lidiar con un proceso de bancarrota, las leyes argentinas probablemente no les hubieran permitido levantar la cabeza para crear una empresa como Globant.
Muchas veces, en Latinoamérica, quienes toman las decisiones sobre dónde y en qué invertir son funcionarios gubernamentales, cuyo conocimiento y experiencia en el desarrollo de productos potencialmente comercializables es escaso o nulo.
¿Y cómo crear inversionistas de riesgo?, le pregunté. Von Ahn admitió que no es fácil, pero agregó que tal vez los gobiernos pueden dar incentivos fiscales a quienes hagan este tipo de inversiones. No sería mala idea. Los inversionistas de riesgo son uno de los motores de Silicon Valley, y uno de los factores clave de la mayoría de los ecosistemas de innovación exitosos.
A diferencia de lo que ocurre en Asia, la mayoría de los países latinoamericanos no permiten universidades extranjeras en su territorio, ni tienen convenios de titulación conjunta con las mejores universidades del primer mundo. Lo que es aún peor, muchas universidades latinoamericanas no exigen más que un conocimiento básico de inglés, que —nos guste o no— se ha convertido en la lengua franca de la ciencia y la tecnología mundial.
Al igual que ellos, es hora de que en Latinoamérica entremos de lleno en la era de la economía del conocimiento, y entendamos que el gran dilema del siglo XXI no será “socialismo o muerte”, ni “capitalismo o socialismo”, ni “Estado o mercado”, sino uno mucho menos ideológico: innovar o quedarnos estancados, o para ponerlo en términos más dramáticos: crear o morir.